LOS REFUGIADOS DE LA MARGINACIÓN

                    
Calle Corrientes, la vorágine de siempre, caminatas desenfrenadas, un clima húmedo, pesado, una tarde gris con las nubes al borde de lagrimear, los bocinazos repetitivos, el tráfico feroz. Todo este conjunto de cosas no deja percatar lo obvio, los niños que tienen cómo único refugio a la calle. Tristes, sin oportunidades, hurgan en la basura y esperan una ayuda. Pero lo único que reciben es rechazo, frialdad, miradas con desprecio, cuando lo que necesitan es una muestra de cariño.

Las vistas se fijan mecánicamente en las señales de los semáforos que coordinan el andar de los individuos; los ordenan, los controlan, y le obedecen. Mientras tanto los niños buscan compañía o simplemente comida. Los bares representativos se llenan de voces difusas, extrañas, amigas. El desfile de personas por las mesas es interminable.




Una pequeña niña de siete años ingresa a un café con un pilón de papelitos con la frase: "Hola disculpe la molestia, por favor me puede ayudar con una moneda para llevarle algo de dinero a mi familia", rápidamente la moza rubia, alta y de ojos llamativos celestes le fija la vista a la joven, claro su ropa gastada, despedazada y sucia con el rostro lleno de inocencia llamaba la atención. La pequeña deja los papelitos en las diversas tablas de madera del establecimiento, pocos le prestan atención, algunos ni la observan, otros la desprecian. Aunque siempre hay de gran corazón. Un hombre barbudo de unos 60 años con saco gris y corbata roja le entrega 20 pesos, la niña le sonríe con sus dientes amarillentos y le da las gracias, otro le entrega un par de monedas y por último recibe cinco pesos de una adolescente. Efectivo que le entregará a su padre y madre que la aguardan a metros de un teatro muy reconocido. La rubia alta se acerca a la niña y la invita, sin amabilidad, a retirarse. De la nariz de la chica caen unas lagrimas que se oscurecen por la tierra en su rostro, de a poco se aleja a su oscuro y frío hogar sin paredes y a la luz de la luna, el cemento porteño.



Los clientes gozan de un ambiente con música delicada y muy armoniosa para mantener una charla sobre actualidad política, relaciones amorosas y fútbol, que genera alguna que otra subida de tono y también alguna que otra carcajada. Los cafés con medialunas es lo más solicitado de la extensa carta, aunque no eran pocos lo que piden una pinta de cerveza para refrescar la garganta a media tarde.
Un hombre -según se escucha, de “la mesa 7”- le comenta a la mesera: “Estos pibes ven luz y se mandan, piensan que tenés para darles siempre, pero si vos te descuidas un pesito, otro peso terminan ganando más que cualquiera de nosotros”. “Sí, es cuestión de tirarse en la calle y pedir. Yo los veo en el bar, a veces la madre o el hermano mayor los espera afuera. Varias veces se tornan agresivos, te enfrentan, no quieren que los eches”, asienta la muchacha con firmeza e ingenuidad, el cliente y la empleada defendían esa loca manera de pensar con una bruta hostilidad. En su mente seguramente poseen la creencia inconsciente de pertenecer a un mundo ajeno a la exclusión y la pobreza, junto a una avenida con autos  lujosos, librerías prestigiosas, los teatros más concurridos y ropa de primera marca.




El sol se esconde, tal vez no quiera espiar más el paisaje ante tanta indiferencia reinante. Los automóviles se apresuran para volver a casa. El zapateo de los oficinistas se calma. La avenida comienza a descansar. El tránsito se retira de las calles. La noche comienza a oscurecer el cielo. Un pequeño llanto cae desde lo alto, húmedo y frío, que moja los colchones de los refugiados de la marginación. Las calles se quedan sin ruidos ni corridas. En medio de ese helado silencio, sólo los chicos deambulando por los tachos de basura, en medio de la noche, resultan de su compañía. Algún frío suelo será el colchón a estrenar.

                                                                                                                 por Gonzalo García

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